
Una llamada, una consulta en un hospital, una mirada, una carta certificada; ¡zas! la vida te vapulea en un segundo y te da un derechazo que te lleva directo y kO a una esquina del ring.
Por Silvia García
Todo se para, pero bajo tus pies la tierra gira a una velocidad descontrolada, perdemos el equilibrio, dejamos de oir y nos instalamos en el dolor. En un dolor que no nos deja ver y que nos lleva de la mano a un agujero negro. Los agujeros negros son los restos fríos de antiguas estrellas, tan densas que ninguna partícula material, ni siquiera la luz, es capaz de escapar a su poderosa fuerza gravitatoria. Así es el dolor, implacable, un torrente emocional que se desborda como los ríos en época de lluvias.
Pero la esfera azul no deja de girar, y el globo y sus habitantes tienen sus propios mecanismos de superviviencia. Los podemos llamar hogares, parches, placebos, bálsamos, curas. Escenas en las que caben rayos de sol, lugares mágicos en los que la vida, aunque sea por un eterno microsegundo, deja de doler.

La música, los abrazos, el mar, la ducha, el sueño, los paseos, el cielo, las nubes, las puestas de sol, un viaje en tren, los libros, las canciones, ay, las canciones. Nos acurrucamos en nuestros otros, nos escondemos en las escenas viejas de películas en las que hemos soñado ser tantas veces, nos sumamos a una carcajada fuera de lugar, nos desintegramos en brazos que nos sostienen cuando estamos a punto de derrumbarnos, perseguimos atardeceres, dormimos para surcar otras realidades que nos duelan menos, lloramos bajo la ducha para vaciarnos, para disipar el miedo, para pegarle una patada en el culo al dolor.
¡Hay tanta belleza incluso en la tristeza! Tenemos derecho a estar tristes, a asumir que el dolor también nos transforma, nos acerca a nuestra esencia, nos hace, incluso, perdonarnos a nosotros mismos. Aspiramos a vivir catarsis como nuevos puntos de partida. Pero también nos merecemos instalarnos en la esperanza y en la belleza que está ahí, en cada lágrima, en cada canción, en cada abrazo, en cada fotograma, en cada mirada y en cada puesta de sol.
–– Porque si decidiéramos irnos a algún lugar juntos me da miedo que un día, hoy no quizás, quizás, quizás mañana tampoco; pero un día de repente puede que empiece a llorar y llorar y llore tanto que nada ni nadie pueda pararme y que las lágrimas llenen la habitación y que me falte el aire y que te arrastre conmigo y que nos ahoguemos los dos.
–– Aprenderé a nadar Hannah.La vida secreta de las palabras